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Demacradas lunas refulgen en su hatillo de infinitud. Sesenta y siete sierpes sibilinas siembran de soledad su sucinta sotana. Es el hálito de viva muerte, que se extiende más allá de su sonrisa espartana.

Preso de una asíncrona apatía, me pregunto con cierta monotonía, si el estrambótico holocausto de su patético declive es una clara muestra de su plenitud.

Sombrías sensaciones suscitan siniestras salmodias sesgadas. Sesenta y nueve placeres prohibidos. Sesenta y ocho sueños olvidados. Sesenta y siete sierpes sibilinas asaetan insistentes sus sórdidas sílabas secretamente silenciadas.

Ardientes filos de gélido acero rugen grotescamente al tiempo que desgarran las gargantas de los guardianes custodios de su aguerrida senectud.

Vítores fatídicos, devenir atemporal: el sexagesimoséptimo poder del onironauta al fin se manifiesta en los rescoldos de este desvarío terminal.

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